La realidad digital continúa difuminando las fronteras entre lo físico y lo virtual, y el arte no se queda al margen de esta transformación. Si hace apenas dos décadas la experiencia estética se limitaba, en su mayoría, a espacios físicos —museos, galerías, ferias—, hoy hablamos de un nuevo escenario: el metaverso, un universo digital inmersivo que ofrece nuevas posibilidades de creación, exposición y consumo cultural.
Del lienzo al código: el salto natural del arte al entorno digital
El arte y la tecnología han mantenido una relación constante, desde las primeras cámaras fotográficas hasta el arte generativo impulsado por algoritmos. Lo que cambia ahora es el entorno: en lugar de reproducir el mundo físico, el metaverso ofrece uno nuevo. Construido en 3D, interactivo y descentralizado, este espacio permite a los artistas experimentar sin las limitaciones propias de una galería convencional.
¿Qué tiene el metaverso que lo convierte en terreno fértil para la creatividad digital? Para empezar, la capacidad de prescindir del soporte físico. Una obra no tiene que colgar de una pared; puede envolverte, moverse contigo, reaccionar a tu presencia o evolucionar en tiempo real. Todo esto redefine no solo la estética, sino la misma relación entre obra, artista y espectador.
Exposiciones virtuales más allá del simple tour digital
Muchos recordarán aquellos tours virtuales en 360º que algunos museos ofrecieron durante la pandemia como alternativa temporal. Pero el metaverso no es eso. No es una réplica de salas físicas trasladadas a un formato navegable. Es una reimaginación completa de la experiencia expositiva.
En plataformas como Decentraland o The Sandbox, artistas y comisarios están generando espacios que no serían posibles en el mundo real. Esculturas flotantes de 20 metros, salas suspendidas en el vacío o recorridos que se transforman con cada visita: aquí se rompe la lógica euclidiana y se abren nuevas formas narrativas. La exposición The Fabricant Studio, por ejemplo, mostró moda digital en un entorno flotante en capas, que los visitantes podían recorrer volando. Literalmente.
Además, el público puede interactuar directamente con las obras —a veces incluso modificarlas— sin poner en peligro su integridad. Se difumina así también la figura del espectador pasivo. En el metaverso, mirar es vivir.
Criptomonedas, NFTs y la economía del arte en el metaverso
No se puede hablar de arte digital sin mencionar los NFT (tokens no fungibles). Estas representaciones digitales de la propiedad han abierto una vía para que los artistas moneticen obras en entornos donde todo es, por definición, reproducible hasta el infinito. Los NFT permiten autenticar y vender arte digital, incluyendo el que se expone en el metaverso.
Pero más allá del debate sobre burbujas o especulación monetaria, lo interesante es cómo el metaverso está dando lugar a una economía cultural descentralizada. Las transacciones se realizan en criptomonedas, los contratos inteligentes permiten que los artistas reciban comisiones cada vez que una obra cambia de manos, y todo esto ocurre sin necesidad de intermediarios tradicionales.
Un ejemplo clave es la plataforma Sotheby’s Metaverse, una iniciativa de la casa de subastas londinense que explora la venta y presentación de obras NFT en entornos virtuales. En 2021, allí se vendieron piezas por cifras equiparables a las del arte contemporáneo más valorado. ¿Un hype pasajero o el inicio de un nuevo sistema de validación cultural?
Ventajas (y desafíos) para artistas y comisarios
Llevar una exposición al metaverso ofrece beneficios que no pueden pasarse por alto. Algunos de los más relevantes son:
- Accesibilidad global: cualquier persona con conexión a internet —desde Buenos Aires hasta Tokio— puede visitar una muestra sin viajar ni pagar entrada.
- Reducción de costes logísticos: sin traslados de obra, seguros o montajes costosos, los proyectos se hacen más viables para artistas emergentes.
- Interactividad radical: los espectadores pueden, por ejemplo, cambiar los colores de una instalación, dejar mensajes a modo de graffiti digital o incluso influir en la evolución de una pieza.
Pero no todo es luz de neón. Hay aspectos técnicos, éticos y conceptuales que siguen planteando desafíos:
- Curaduría digital: ¿cómo se adapta la figura del comisario a estos nuevos entornos? Muchos están aún buscando modelos que integren rigor, narrativa y código JavaScript.
- Barrera tecnológica: no todo el público domina el acceso a estas plataformas. Y muchas siguen siendo poco intuitivas o requieren dispositivos de realidad virtual costosos.
- Sostenibilidad: la paradoja de lo virtual no ecológico. Las operaciones en blockchain y el renderizado constante de entornos 3D tienen una huella energética considerable, algo que el sector aún no ha resuelto del todo.
¿Está el público preparado?
La respuesta, como casi siempre, es: depende. Las nuevas generaciones, nativas digitales, se mueven con soltura entre avatares, entornos gamificados y economías digitales. Para ellas, visitar una exposición en el metaverso puede resultar más natural que interesarse por una retrospectiva en un museo nacional.
En cambio, parte del público tradicional todavía se muestra reticente. No pocos ven esta evolución como un frívolo juego tecnológico o “cosas de cripto-bros”. La realidad es que, como ocurrió con la fotografía en su momento, todo nuevo medio artístico pasa por una fase de escepticismo antes de integrarse en la corriente principal.
La clave, quizás, está en generar propuestas que emocionen y conecten más allá del gadget. Arte que use el metaverso no por moda, sino porque aporta algo que otras plataformas no pueden ofrecer.
Del “viewer” al “player”: nuevas fórmulas de participación
El metaverso no es televisión, no es cine, no es galería. Tiene su propio lenguaje, uno que mezcla arte, tecnología y experiencia de usuario. Y quizás su mayor revolución sea esta: colocar al espectador en el centro, ya no como mero observador, sino como parte activa de la obra.
Un ejemplo llamativo reciente es la exposición “Ocean of Sound”, donde los visitantes podían activar capas de audio al caminar por distintas zonas de un entorno marino digital. Cada visita era única, cada recorrido una composición nueva. No se trataba de contemplar, sino de componer con los pies.
Este cambio de paradigma abre nuevas preguntas para los creadores: ¿cómo contar una historia si no sabemos quién la recorrerá ni en qué orden? ¿Puede el arte sobrevivir a la lógica del videojuego? ¿Debemos repensar las categorías tradicionales de autoría y propiedad?
Y ahora, ¿qué?
El arte digital en el metaverso no es una promesa lejana: es presente en construcción. Desde artistas individuales que experimentan con galerías personales en VR hasta instituciones como el MoMA explorando formatos híbridos, estamos ante un terreno fértil y aún poco delimitado.
Lo que está claro es que el éxito no vendrá solo por la novedad tecnológica. El metaverso será una plataforma significativa para el arte si consigue emocionar, comunicar y provocar pensamiento. Lo mismo que cualquier buena obra, sea en mármol, óleo o píxeles luminosos.
Y es que, al final, el soporte cambia, pero la búsqueda sigue siendo la misma: contar historias, abrir miradas, incomodar certezas. Aunque ahora, esas historias puedan desarrollarse mientras levitamos sobre paisajes imposibles diseñados por un algoritmo en colaboración con un artista en Bogotá y un espectador en Helsinki.
El arte ha encontrado su nuevo lienzo. Y no tiene marco.